lunes, 28 de abril de 2008

Goya lo atestiguó: independecia española


Los españoles están de manteles largos.

El próximo dos de mayo celebrarán los doscientos años del inicio de su lucha de independencia.

En 1808 las tropas de Napoleón Bonaparte invadían furtivamente a España.
Costaría a los españoles casi seis años y entre quinientas y ochocientas mil vidas – la inmensa mayoría civiles –, expulsar a las fuerzas napoleónicas de su territorio. Cosa que consiguieron al vencer hasta la batalla de Toulouse del 10 de abril de 1814.

En 1808, el otrora imperio mundial de Felipe II, en el que el sol nunca se ponía, quedaba bajo el control de su vecino francés.

Carlos IV y su hijo Fernando VII de Borbón renunciaban a su imperio y a las colonias que lo componían a favor del hermano de Napoleón, José Bonaparte, mediante las abdicaciones de Bayona.

El dos de mayo del mismo año, un levantamiento popular en Madrid marcaba el inicio de la larga lucha que los españoles emprenderían para liberarse de la dominación francesa.

En los años que siguieron a 1808, España se convertiría en el campo de batalla en el que los españoles combatirían a los franceses en pos de su independencia.

Incluso el imperio ingles les apoyó, buscando abrir un nuevo frente de guerra que obligara a un Napoleón que se observaba casi invencible a distraer en la península ibérica una parte importante de los valiosos recursos humanos y materiales que requería para consolidar su dominio militar y político en Europa.

La invasión tuvo importantes consecuencias en el continente americano.

En cuanto las noticias llegaron a las colonias en Hispanoamérica se formaron juntas provisionales cuyo propósito era preservar la soberanía hasta que Fernando VII regresara al trono.

Un interesante debate se abrió en la América hispana en torno a la naturaleza de la sujeción de las colonias al imperio español.

¿Se debía lealtad a Fernando VII o al titular, fuese quien fuese, del Reino de España?
En el primer caso se justificaba la oposición a los franceses. En el segundo no, dado que José I había llegado al trono español previa abdicación de Carlos IV y su hijo Fernando VII y, por ende, era el legítimo titular de la corona.

Es en nuestro país en donde surge la primera Junta de América. La instaló el Virrey Iturrigaray a propuesta del Ayuntamiento de la Ciudad de México, el 5 de agosto de 1808.

Pocas semanas después, el 15 de septiembre de 1808, la Junta mexicana y el propio Virrey fueron depuestos por un golpe de Estado de la elite peninsular que apreció –con singular clarividencia – el riesgo que este proceso suponía para sus privilegios coloniales.

Esta fue una de las principales semillas que finalmente desembocaron en el grito de Dolores del 16 de septiembre de 1810, que marca el comienzo de nuestra gesta independentista.

No olvidemos que el movimiento de Miguel Hidalgo y Costilla inicialmente aceptaba la sujeción de la Nueva España a la autoridad del depuesto Fernando VII, en ese entonces sometido por Napoleón Bonaparte.

En sólo tres años esta posición cambió radicalmente. Ya en 1813, durante el Congreso de Chilpancingo, liderado por José María Morelos y Pavón, se planteaba la independencia de la América Mexicana bajo una forma de gobierno republicana.

El artículo primero del documento que resultó de dicho congreso, Sentimientos de la Nación, no deja dudas al respecto, pues a la letra dice: “… la América es libre e independiente de España y de toda otra Nación, Gobierno o Monarquía”.

Finalmente, casi once años y muchos mártires después, el 27 de septiembre de 1821, se consumaba la independencia de México bajo el liderazgo de Agustín de Iturbide, quien con gran destreza había aprovechado para su causa y la de las fuerzas conservadoras de la Nueva España, otro movimiento político que se había presentado en la España metropolitana un año antes.

En 1820 se habían sublevado en contra de Fernando VII los generales que comandaban las tropas que el propio monarca español – quien había recuperado su anhelado trono en 1814 – había concentrado para intentar sofocar los movimientos secesionistas en América.

Los militares rebeldes obligaron al rey a firmar la constitución liberal promulgada por las Cortes de Cádiz en 1812.

Esta constitución y las Cortes que la crearon, surgidas en su tiempo como reacción contra la ocupación francesa, fueron abrogadas y disueltas por Fernando VII cuando en 1814, luego de que los españoles expulsaron a los franceses, éste dio la espalda a los constitucionalistas e inicio una época de restauración absolutista.

Iturbide, que no simpatizaba con el movimiento liberal, lo utilizó como pretexto para movilizar a las diversas fuerzas económicas, políticas, sociales y militares de la Nueva España en torno al consenso necesario para consumar la independencia de nuestro país.

Doscientos años después, en 2008, una amplia agenda de actividades se ha puesto en marcha para dar realce a la conmemoración.

Una de ellas ha llamado especialmente mi atención.

Me refiero a la exposición Goya en tiempos de guerra, mediante la cual se exponen en el Museo del Prado – con mucho la más importante pinacoteca de España – diversas obras pintadas por el artista antes y después del inicio de la guerra de independencia española.

Las pinturas en torno a las cuales gira la amplia exposición son las recién restauradas Los fusilamientos del 3 de mayo y La lucha con los mamelucos.

En estas obras, Francisco de Goya plasma con singular realismo lo que personalmente vio y vivió los días 2 y 3 de mayo de 1808 durante la revuelta popular de Madrid que derivó en la posterior ejecución de muchos de los alzados.

El diario El Mundo describió con precisión la obra de Goya: “Como un cronista de guerra, un fotorreportero pionero sin que la cámara se hubiese siquiera inventado, el de Fuendetodos (Zaragoza) muestra la crueldad del conflicto…”

Lo que Goya vio no fue sólo una rebelión popular o el inicio de la lucha independentista española, sino el comienzo de una nueva era en la que el imperio español, herido de muerte, utilizaría los aún muchos recursos a su alcance para liberarse de los dictados franceses, pagando a cambio con su salida del concierto de las naciones poderosas y la pérdida en los siguientes años de sus posesiones en ultramar.

El discurso liberal que invadió a España y de tanto sirvió para motivar a su pueblo para sostener la lucha contra Napoleón tuvo su reflejo natural en las colonias, en las que venturosamente al poco tiempo tomó vida y camino propios, conduciendo a las naciones americanas a un sendero sin retorno hacia su propia independencia.

La injusticia acumulada a lo largo de trescientos años de colonialismo, la difícil situación socioeconómica, así como la creciente pero aun en gestación identidad nacional, hicieron de México campo fértil para que la semilla de la libertad e independencia diera frutos.

Es por ello que en mucho contribuye el 2 de mayo de 1808 para entender con mayor claridad nuestro proceso independentista, pues para hacerlo es fundamental adentrarse tanto en los factores endógenos como en los exógenos que en él influyeron.

Así las cosas, la celebración de los españoles también debe ser nuestra, pues innegablemente fue uno de los principales detonadores de nuestra propia guerra de Independencia.

Pensar en la Nueva España de 1808 aislada del mundo es, simple y sencillamente, desconocer la influencia de una época, iniciada en 1776 con la independencia norteamericana, pasando por la revolución francesa de 1789, el pensamiento liberal de la ilustración y la presencia de las tropas y las ideas de Napoleón Bonaparte en la Europa de la época.

De la misma manera, sería impensable entender el México de la actualidad ajeno a un contexto geopolítico cambiante, en el que surgen nuevos actores, potencias nacionales y retos mundiales; caracterizado por la globalización económica y cultural y por la presencia de una nueva sociedad de la información.

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domingo, 20 de abril de 2008

Lo que usted diga señora ministra


El nuevo gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero ha generado gran revuelo en la opinión pública dentro y fuera de España.

La gran noticia es la composición del gabinete español, principalmente por la participación que en él tendrá el género femenino.

De los diecisiete ministerios que componen su gobierno, Zapatero ha decidido que nueve sean ocupados por mujeres y ocho por hombres.

Es la primera vez en la historia de España que la mayoría de las carteras son ocupadas por ministras y no por ministros.

Esta decisión implica, en palabras del presidente de gobierno, “el primero de muchos mensajes de una España que intenta pasar de ser plural a serlo unida y diversa”.

No se trata de un avance aislado sino del reflejo político de un fenómeno que ha ido permeando el tejido social con gran rapidez.

Los cargos jurados por las mujeres ante la Constitución y ante el Rey Juan Carlos I fueron los de Vicepresidenta Primera – segundo en importancia –, así como los ministerios de Fomento, Educación, Administraciones Públicas; Medio Ambiente, Defensa, Ciencia e Innovación; Vivienda e Igualdad.

Cuatro de las nueve ministras no lo habían sido en la pasada legislatura – primera de Zapatero, hoy reelecto –.

Por su impacto mediático y político, llaman especialmente la atención los nombramientos de las ministras de Defensa e Igualdad.

Carmen Chacón, originaria de Cataluña y con 37 años de edad, será la primera en ocupar la titularidad del Ministerio de Defensa en el que según cifras oficiales las mujeres ocupan un 12.3% de las posiciones; mismo que se disminuye hasta el 5.61% cuando se analiza la composición de los oficiales.

El momento en el que la ex Ministra de Vivienda dio su primera orden "Capitán, mande firmes. Y ahora digan conmigo: ¡Viva España! ¡Viva el Rey!", seguramente pasará a los anales de la historia española.

A la pregunta sobre lo inédito de su nombramiento respondió diciendo que "lo que era una anomalía es la exclusión de las mujeres en los puestos de responsabilidad".
Al acontecimiento, se suma el hecho de que Chacón se encuentre en avanzado estado de gestación – siete meses –.

Lo anterior, además de añadir un toque de singularidad a las gráficas captadas por los fotoperiodistas en el momento en el que Carme – su nombre en catalán – pasaba revista a las tropas, significa que en pocos meses habrá de solicitar su baja temporal por maternidad.

El segundo nombramiento cuyo impacto mediático resaltó entre los demás fue el de Bibiana Aído como titular del nuevo Ministerio de Igualdad.

Aído, originaria del Cádiz, cuenta con 31 años, lo que la convierte en la más joven de la historia en ocupar una cartera y en la primera ministra o ministro que nació durante la novel democracia española.

La política gaditana tiene frente a sí el gran reto de justificar plenamente la existencia de su ministerio a través de la implementación de una política aun más eficaz en materia de igualdad que permita mayores oportunidades para la juventud e impulsar y reducir al máximo la brecha salarial en el empleo femenino, “para eliminar la discriminación en todos lo ámbitos y por cualquier motivo”.

Apenas hace un año, el 15 de marzo de 2007, el parlamento español aprobó la Ley Orgánica para la Igualdad Efectiva de las Mujeres y Hombres.

Esta ley plantea, entre otras muchas cosas, que las empresas con más de 250 trabajadores deben crear planes de igualdad, así como que gradualmente deberán incorporar un 40% de mujeres en los consejos de administración – hoy ocupan cuando mucho entre 8 y 10 por ciento.

Aunque las críticas que se hacen sobre la eficacia de esta norma han sido muchas, la mayoría son más bien instrumentales, por lo que no se plantea la posibilidad de renunciar a sus objetivos sino de cómo conseguirlos de manera más eficiente, demostrando que el éxito de este tipo de disposiciones depende del nivel de implantación que la cultura de igualdad tenga en la sociedad a la que se dirige.

El papel de la mujer en la sociedad española se ha transformado drásticamente en los últimos 30 años.

El 60.8% de los estudiantes de licenciatura y el 70.3% de diplomatura universitaria son mujeres.

Su participación en el mercado laboral se ha incrementado de forma relevante.
El porcentaje de mujeres con empleo remunerado fuera del hogar se ha incrementado en una y media veces en sólo 10 años – de un 35% en 1997 a más de 52% en 2007, mientras la de hombres ha subido un 16%.

La tasa de fecundidad pasó de 2.8 niños por mujer en edad en fértil en 1975 a 1.34 en 2005. Incluso menor que la europea que en el mismo periodo fue de 1.52. Cabe resaltar que la tasa de sustitución es de 2.1, lo que significa que debajo de ese valor la población total tiende a disminuir a menos que existan flujos migratorios que lo compensen.

Asimismo, el porcentaje de hijos fuera del matrimonio pasó, de ser prácticamente nulo en 1975 – un 2% –, a convertirse en el 27% de los nacidos en 2005. En el 87% de las familias monoparentales la mujer es la persona a cargo del hogar.

Por otra parte, el conteo permanente de victimas mortales de violencia machista no disminuye; sólo el 2.36% de empresas de la bolsa española son dirigidas por mujeres; y en todo el país ellos reciben por el mismo empleo un sueldo 30% mayor que el de ellas.

Seguramente los retos que deben encarar las recién incorporadas funcionarias no son mayores que los enfrentados por millones de mujeres que, sin contar con el glamour que otorga tan relevante posición política, sí luchan día con día contra las barreras que una sociedad tradicionalmente machista les ha impuesto.

Aun así, por su mensaje y contenido político, representa un avance importante para las españolas y debería serlo para el conjunto de las mujeres.
Un dato final: el 64% de las mujeres con un empleo remunerado también se hacen cargo de las labores del hogar, mientras sólo el 16% de los hombres en la misma situación lo hacen.

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domingo, 13 de abril de 2008

La hora de los consensos: los Pactos de la Moncloa


Desde que llegué a Madrid hace seis meses, una de las preguntas que he intentado responder ha sido ¿Qué hicieron los españoles para pasar, primeramente, de ser una dictadura a una democracia y, posteriormente, de ser un país en vías de desarrollo a uno desarrollado?

Queda claro que son muchos los elementos que contribuyeron tanto a la transición pacífica de España hacia la democracia a partir de la muerte del General Francisco Franco, a finales de 1975, como al consecuente éxito que el sistema resultante ha tenido en materia económica, política y social en las últimas tres décadas.

Sin embargo, dentro de esa multiplicidad de factores históricos y coyunturales que confluyeron para construir la España actual, existe uno en particular que en mi opinión explica en gran medida a todos los demás: el consenso político.

El diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define al consenso como el “Acuerdo producido por consentimiento entre todos los miembros de un grupo o entre varios grupos”.

Con base en lo anterior, en un sistema democrático representativo podríamos definir al consenso político como “el acuerdo producido por consentimiento entre la gran mayoría de los representantes populares respecto de uno o varios temas que atañen a la comunidad”.

Así las cosas, durante la transición española el consenso fue, antes que un instrumento para lograr determinados fines, un objetivo en sí mismo, por lo que las diversas fuerzas políticas se comprometieron con él, antes que con las metas particulares que cada uno perseguía.

Existía en la España de la transición plena conciencia de que la mejor forma de alejarse del fantasma de la guerra civil era privilegiando el consenso político en los temas fundamentales.

Esto implicaba, la adopción de un enfoque posibilista – muy similar a aquella perspectiva mediante la cual se fundó la Unión Europea –, que consiste en centrarse en aquello sobre lo cual es posible o urgente trabajar y dejar de lado los temas que por su menor grado de trascendencia o por su alto contenido ideológico complicarían la toma de acuerdos.

Se asumía que el disenso y el consecuente debate eran deseables en la mayoría de las materias y que el propio sistema debía contener los mecanismos para garantizar la toma de decisiones cuando no fuera posible o deseable que todos los actores confluyeran en torno a un tema.

Es por ello que los asuntos sobre los cuales se buscó privilegiar el consenso fueron contados y muy limitados, dado que – además de ingenuo – pensar que todas las decisiones habrían de tomarse de esa manera hubiera atentado contra la pluralidad de ideas que requería la democracia que entonces se anhelaba.

El consenso político requirió, de cierta manera, aceptar que las diversas visiones sobre un mismo hecho habían fracasado con anterioridad. Fuera en conseguir los acuerdos necesarios para implementar su perspectiva particular o porque ésta, aún habiendo conseguido dichos acuerdos, no logró el cumplimiento de los objetivos planteados.

La búsqueda del consenso también implicaba la aceptación de que en política existen adversarios, no enemigos, así como la necesidad de abandonar la visión de vencedores y vencidos, por lo que cualquier acción tendiente al aniquilamiento de los “otros” pondría en grave riesgo la frágil estabilidad que en aquellos años se vivía.

Los españoles intentaron por todos los medios descartar la práctica histórica de resultados trágicos mediante la cual los “ganadores” de una elección imponían a los “perdedores” su propia visión mediante, por ejemplo, una nueva Constitución.

En los temas considerados de Estado, se renunció voluntariamente al poder que daba la mayoría y se buscó ante todo el consenso y la negociación.

Para lograrlo se requerían actores políticos con visión de Estado, que contaran con la capacidad de anteponer el diálogo y la reflexión, aun sabiendo que se contaba con el recurso ya sea de las armas, de las masas o de los votos en el parlamento.

Hombres como Adolfo Suárez, Presidente Gobierno a partir de 1976; Felipe González, líder del entonces opositor Partido Socialista Obrero Español (PSOE); o Santiago Carrillo, del Partido Comunista Español (PCE); fueron capaces de ceder en sus propias y quizá legítimas pretensiones a favor del consenso.

El PCE, por ejemplo, aceptó renunciar a su postura a favor de la restauración de la república y, por ende, a su histórica lucha contra la monarquía, para evitar la previsible reacción violenta de las fuerzas más conservadoras del antiguo régimen.

Gracias a los consensos, entre el 20 de noviembre de 1975 – fecha de la muerte Franco – y el 6 de diciembre de 1978 fue posible que las propias cortes franquistas aprobaran la Ley para la reforma política que, aprobada mediante referéndum ciudadano, las desapareció y condujo por el cauce legal el proceso de transición.

Esta ley permitió que en ese mismo periodo se celebraran las dos primeras elecciones generales democráticas, se aprobara una nueva Constitución – también por referéndum – y se pusieran las bases del desarrollo económico a través de los Pactos de la Moncloa.

Estos últimos, los de la Moncloa, firmados por todas las fuerzas políticas el 25 octubre de 1977, permitieron sentar las bases del desarrollo económico de España y hacer frente a una crisis económica que ponía en grave peligro a una democracia que apenas se gestaba.

Aunque estos pactos históricamente han sido vinculados a lo económico y social, así como al gran efecto estabilizador que tuvieron, los mismos contienen también un acuerdo jurídico y político, que aunque es menos conocido, no por ello es menos importante.

Actualmente, los españoles continúan anhelando aquello que denominan como el gran consenso nacional.

Durante la investidura de José Luis Rodríguez Zapatero la semana que recién concluyó, prácticamente todas las fuerzas políticas coincidieron en el hecho de recuperar el espíritu consensual de la transición de los setentas para hacer frente a los grandes retos que hoy enfrenta España: las autonomías, el terrorismo y la política sobre la Unión Europea.

Aunque personalmente, agregaría a estos tres el tema del agua – España es el país europeo que más resentirá los efectos del cambio climático y aún no se puede poner de acuerdo en cómo lo resolverá –, considero que su experiencia bien puede ser de utilidad para aquellos países en los que los temas trascendentales aun se abordan mediante la estricta aplicación de la fuerza de la mayoría, renunciando al diálogo político; o a través del uso de la fuerza, debilitando con ello las instituciones democráticas de representación.

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domingo, 6 de abril de 2008

Unión Europea: cambiando de aires


Los Estados Unidos de América están en franca recesión.

Salvo el presidente Bush y uno que otro despistado Ministro de Hacienda, la gran mayoría de analistas, instituciones financieras y, principalmente, ciudadanos de a pie están de acuerdo en el hecho de que la nación más poderosa del mundo está en crisis.

Como consecuencia lógica, la confianza de los consumidores va a la baja, no sólo en Norteamérica sino en Europa.

En España, por ejemplo, los últimos datos del Indicador de confianza del Consumidor son malos, como lo son los cálculos del Fondo Monetario Internacional, que estima que el precio de la vivienda bajará en este país en un veinte por ciento.

En un escenario global ciertamente pesimista, inevitablemente surge la pregunta – pocas veces contestada con seriedad – ¿Estamos preparados para afrontar una crisis mundial de esta índole?
Sabemos – aunque no tengamos muy claro en qué medida puedan defendernos de la inercia mundial – que nuestras reservas internacionales son numerosas, que el no tan nuestro sistema financiero se ha fortalecido y que las variables fundamentales de la macroeconomía se califican positivamente.

Así las cosas, considero que la pregunta que deberíamos formularnos los mexicanos en estos momentos es: ¿Podemos prepararnos mejor de lo que lo estamos actualmente para afrontar ésta y otras crisis globales que estén por venir?

A esta pregunta, sin dudarlo, respondería que sí e intentaré explicar por qué.

A pesar de lo difícil que resulte creerlo – principalmente para quienes las padecemos o hemos padecido – las crisis pueden dejar cosas buenas.

Una de estas cuestiones positivas no previstas – externalidades, dirían los economistas - es la posibilidad de hacer un alto en el camino y reflexionar en torno a las verdaderas razones por las que la desfavorable situación se ha presentado y a cuál ha sido nuestro propio papel en la misma.
Algunos llaman a este proceso autocrítica.

No se trata, aclaro, de utilizar esta colaboración para hacer una defensa a ultranza del estoicismo del insigne filósofo romano Séneca, ni de dejar ver los primeros esbozos de un libro de autoayuda – genero literario que mucho respeto me merece –, sino simple y sencillamente de tratar de puntualizar una situación que considero de vital importancia: para mejorar el futuro se requiere estar dispuesto a aprender de los errores del pasado.

Y quizá uno de los errores más frecuentes entre los muchos de los cuales tengamos que tomar lección sea el de apostar todos o la gran mayoría de nuestros recursos disponibles – sean estos humanos, materiales, intelectuales o físicos – a un solo escenario o posibilidad de éxito, cuya realización regularmente es incierta.

O lo que es lo mismo: no debemos poner todos los huevos en una sola canasta. Menos aún si se trata de nuestra economía y la “canasta” es un país en situación de crisis como Estados Unidos.

Es por ello que considero que el momento de crisis es propicio para cambiar de “aires” y replantear nuestra estrategia de relaciones comerciales y adaptarla al nuevo contexto de la economía global.

No sólo porque los estadounidenses estén en recesión, sino porque el mundo ha cambiado y con ello lo han hecho los potenciales socios con quienes hacer negocios.

Más aún si, por ejemplo, desde el año 2000 contamos con un tratado de libre comercio con el bloque económico más fuerte del mundo: la Unión Europea; al cual no hemos sacado todo el provecho posible.

Gracias al Tratado de Libre Comercio de Norteamérica, nuestras ventas a Estados Unidos y Canadá se quintuplicaron de 1994 a 2007; pasando de unos 40 mil a más de 220 mil millones de dólares anuales.

Mientras las ventas a nuestros vecinos del norte representan el 85% de nuestras exportaciones, las que hacemos a los europeos significan sólo el 5% – unos 12 mil millones de dólares en 2007 –.
Es decir, por cada dólar que vendemos a Europa, exportamos veinte a Norteamérica.

Para entender la dimensión de la gran oportunidad que no podemos darnos el lujo de dejar ir cabe mencionar que mientras Estados Unidos y Canadá tienen una población en conjunto de 330 millones de personas, los 27 países que integran la Unión Europea cuentan con 500 millones de habitantes.

El tamaño de las economías también nos puede dar una pista. Según el Fondo Monetario Internacional (FMI) en 2007 el Producto Interno Bruto de Estados Unidos y Canadá fue de unos 14.7 billones de dólares, casi exactamente igual al de la Unión Europea en el mismo periodo.

El FMI estima que a partir de 2008 el PIB de la UE será mayor al de América del Norte. Principalmente, si consideramos el hecho de que los últimos 12 países en integrarse a la Unión Europea, en su mayoría de Europa del este, actualmente no contribuyen en mucho al PIB, siendo previsible que sí lo hagan en un futuro próximo.

La lógica de proximidad, sobre la cual justificábamos el hecho de orientar todas nuestras baterías hacia los vecinos del norte gradualmente pierde vigencia y lo hace a nuestro favor y a la vez en nuestra contra.

A favor, porque la sociedad de la información y las comunicaciones, en la que sólo un clic nos separa de un país a miles de kilómetros, nos permite acortar distancias y acercarnos a mercados cuya lejanía geográfica prácticamente se nulifica gracias a un sistema global de intercambio de mercancías.

En contra, porque nuestros socios tradicionales también tienen acceso a este sistema “globalizado”, por lo que es factible que un empresario de El Paso, Texas, adquiera en China, al otro lado del mundo, una mercancía que podría comprar en México, justo al otro lado de la frontera.

Insisto: las crisis pueden servir de algo si estamos dispuestos a realizar autocrítica y aprender con ello de nuestros errores.
….
Entre la infinidad de cosas que nunca imaginamos que sucedieran cuando mi esposa Ana Lilia y yo decidimos venir a vivir a España, una de ellas fue la de tener la oportunidad de representar a México en un tema tan puntual como lo es el del sector empresarial.

Es por ello que el nombramiento como representante ante la Unión Europea que gentilmente hicieran en mi persona los consejeros de la Confederación de Cámaras Nacionales de Comercio, Servicio y Turismo de la República Mexicana (CONCANACO) en su pasada reunión en el Distrito Federal, mucho me honra y compromete.

Sin lugar a dudas los retos y oportunidades de la relación entre México y la Unión Europea son inmensos. Espero sinceramente poder contribuir con un pequeño pero sentido granito de arena.

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