El reloj marcaba las 14:45 cuando la señal de televisión española –en la que mi esposa Ana Lilia y yo buscábamos noticias sobre la pelea en la que participaría el taekwondoin mexicano Guillermo Pérez– se vio interrumpida por una preocupante noticia: un accidente aéreo en el aeropuerto de Barajas.
En medio de la confusión mediática, las noticias hablaban de un aborto de despegue y de sólo dos víctimas, sin dar más detalles.
En los primeros cinco minutos, todas las televisoras españolas estaban transmitiendo información al respecto.
Las páginas de Internet de los diarios El Mundo y El País consignaban la nota en un espacio aun pequeño y no central.
Pronto, el número de víctimas empezó a modificarse y las primeras imágenes dejaron claro que no se trataba de un accidente aéreo como el de hace pocas semanas, cuando una pequeña avioneta había caído, teniendo como saldo dos personas fallecidas.
Junto con las características del avión siniestrado, un McDonell Douglas 82 de la compañía Spanair –la segunda de España– pasadas las tres de la tarde se supo que el vuelo JK-5022, compartido con la alemana Lufthansa, se dirigía a la isla de Gran Canaria con 172 personas a bordo.
En un par de horas la cifra oficial de muertos se situó en siete, luego en veinte, para estabilizarse en cuarenta y cinco alrededor de las cinco de la tarde. Se habló entonces de una tragedia.
Casi quinientas personas, entre rescatistas, bomberos y miembros de la guardia civil participaban en un operativo de rescate del que se ofrecían muy pocos datos.
Las imágenes de la televisión sólo mostraban a decenas de vehículos de emergencia que circulaban por las pistas de Barajas a gran velocidad y la columna de humo provocada por el incendio de una pequeña zona arbolada en la que había caído el aparato de fabricación estadounidense.
La humareda se podía observar desde muchos puntos de Madrid. Especialmente, desde las ventanas de quienes vivimos en el norte de la ciudad, zona en la que se ubica el puerto aéreo madrileño.
Siendo usual ver ese tipo de fumarolas debido a las amplias zonas boscosas y de pastizales que rodean la capital española, resultaba tétrico hacerlo en esta ocasión, cuando se estaba conciente de su fatal origen.
Recordé que hace pocas semanas había utilizado la moderna terminal 4 –en donde abordaron los pasajeros del avión de Spanair siniestrado– para viajar a Alicante a una reunión de representación de la Confederación de Cámaras de Nacionales de Comercio con empresarios del sector energético.
De hecho, tan sólo dos días antes había aterrizado en el mismo lugar, en compañía de mi esposa y de mis dos hijas.
Y es que, a diferencia de otras capitales europeas, en Madrid sólo existe un aeropuerto de relevancia, aunque éste cuenta con cuatro grandes terminales y múltiples pistas para el aterrizaje y despegue.
Después de las cinco de la tarde, cuando el fuego fue prácticamente extinguido, los medios de comunicación comenzaron a reportar que en los hospitales que se habían preparado para recibir a los heridos del accidente el movimiento era casi nulo.
Dos o tres lesionados en el Hospital Ramón y Cajal; una decena, cuando mucho, en La Paz –aquel en el que murió el dictador Francisco Franco.
El gobierno mantuvo el número oficial de víctimas mortales en cuarenta y cinco hasta que fue imposible sostener dicha cantidad por la mínima presencia de heridos que llegaban a los nosocomios y la grave condición en la que se encontraban quienes lo hacían.
A las siete de la tarde el conteo de decesos pasó a cien víctimas.
En el juego de las declaraciones, la palabra “catástrofe” hizo su arribo para sustituir a las que hasta el momento se utilizaban para describir el suceso.
Gradualmente se materializaba una pesadilla que muchos españoles habían vivido hace ya treinta y un años, cuando el 27 de marzo de 1977 se produjo el peor accidente en la historia de la aviación mundial en el aeropuerto de Los Rodeos de Tenerife.
En aquel entonces fallecieron quinientas ochenta y tres personas al chocar dos aviones de los conocidos como “Jumbo”.
En medio de la fatalidad, resaltaban las historias de quienes, milagrosamente, con boleto en mano, no habían abordado el avión; ya sea porque habían llegado tarde o porque la siempre considerada calamidad de la sobreventa del vuelo les había permitido salvar la vida.
Confesaban lo ocurrido, con cierto rubor, concientes de que habían jugado una ruleta rusa en la que las probabilidades de sobrevivir eran, en el mejor de los casos, de una contra nueve.
Poco a poco, rescatistas y bomberos fueron cediendo su protagonismo a los psicólogos y trabajadores sociales que llegaban por decenas a los aeropuertos de Madrid y Gran Canaria para apoyar a los todavía inciertos deudos.
Las salas especiales acondicionadas para los familiares de los pasajeros del avión siniestrado se iban llenando de personas conmocionadas, incapacitadas por el dolor para emitir una declaración a los medios de comunicación que, urgidos de cumplir su labor informativa, se apostaban a la entrada de las mismas.
Se empezaron a conocer los dantescos testimonios de quienes habían participado en el operativo de rescate. Un trabajador del aeropuerto, consternado, dijo: "El avión estaba todo partido, todo estaba lleno de cuerpos".
Cerca de las ocho de la noche se informó que el recinto ferial de IFEMA, en el que habitualmente se llevan a cabo los grandes congresos, exposiciones y ferias de la península ibérica, sería habilitado para el traslado de los cadáveres y su posterior identificación.
¿No fue IFEMA el lugar al que trasladaron a las victimas mortales de los atentados terroristas del 11 de Marzo de 2004 en Atocha? Evocaron algunos.
Inevitablemente, los españoles trajeron a la mente la que se considera la peor tragedia de la España democrática. Hace sólo cuatro años el extremismo islámico de una rama de Al Qaeda cegó la vida de 192 personas también inocentes.
El fantasma del terrorismo estuvo rondando desde el primer momento de la catástrofe aérea.
Pronto se descartó esta hipótesis y la mayoría de los especialistas apuntaron hacia un fallo en el motor izquierdo justo al instante del despegue.
Pasadas las once de la noche, luego de la comparecencia ante los medios de comunicación del presidente Rodríguez Zapatero –que al igual que los demás líderes políticos tuvo que cancelar sus vacaciones– la ministra de fomento daba a conocer el último reporte de fatalidades del día 20 de agosto de 2008: 153 muertos y sólo 19 heridos.
Minutos antes había veinte sobrevivientes, pero a poco de dar a conocer las cifras un joven pasajero de veinticinco años había perdido la batalla contra la muerte en la sala de urgencias.
También se dio a conocer la creación de una comisión de investigación que se encargará –o al menos lo intentará– de determinar las causas reales del accidente.
Esta labor, además de sumamente compleja y dilatada, previsiblemente será motivo de innumerables polémicas judiciales y mediáticas, debido a que desde el inicio de la conflagración diversos elementos apuntaron hacia una probable negligencia de la compañía aérea.
Mientras tanto, los familiares de los pasajeros del vuelo JK-5022 de Spanair tendrán que pasar por un largo y doloroso proceso que apenas inicia e incluye la penosa identificación de sus seres queridos.
Que Dios los bendiga.
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