lunes, 11 de febrero de 2008

Manifestarse ¿Por qué no?


El pasado lunes 4 de febrero tuve el gusto de acudir por primera vez a una manifestación popular.


Días antes, mi compañero del postgrado, el colombiano Manuel Augusto Calderón, se había encargado de convocar a todos los miembros de la clase al evento.


El objetivo era repudiar la violencia que el grupo terrorista denominado Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) ejerce en contra de la población de su país.


La movilización sería una de las más de ciento treinta que el mismo día se llevarían a cabo en igual número de ciudades de todo el mundo.


Tal como se lo comenté a Manuel, cuando amablemente me extendió la invitación, a pesar de haber estado presente en un sinnúmero de eventos políticos o partidistas, en ninguna ocasión había acudido a un acto de la naturaleza del que me invitaba.


En realidad nunca había reparado en lo anterior. No porque en México no existieran suficientes razones como para manifestarse, sencillamente porque ni había sido invitado a algo similar, ni había pasado por mi mente hacerlo. Quizá no tenía el “chip de la manifestación”, pensé.


Así las cosas, el día indicado acudí al centro de la ciudad junto con mis compañeros y un grupo de amigos mexicanos, que por esas fechas se encontraban en Madrid y extrañados habían aceptado mi invitación a manifestarnos, no sin antes someterme a un intenso interrogatorio que intentaba descubrir las razones “ocultas” detrás de mi inusual convocatoria.


La sorpresa de mis invitados estaba plenamente justificada. A pesar de que los artículos sexto y noveno de la constitución garantizan la posibilidad de manifestar nuestras ideas y de reunirnos pacíficamente para hacerlo, la mayoría de los mexicanos nunca lo hemos hecho. Quizá el ejercicio pleno de nuestros derechos siga la misma lógica de la frase “músculo que no se usa, se atrofia”, dijo uno de los convidados.


Pasadas las dieciocho horas y con pancarta en mano –la consigna era “Sí a la libertad, sí a la verdad, sí a la vida, Colombia sin FARC”–, el heterogéneo grupo de latinoamericanos que conformábamos llegó a la famosa Plaza Mayor de Madrid.


Fuimos recibidos por un Manuel emocionado de saberse apoyado por aquellos a quienes conocía apenas hace tres meses.


Su causa, nuestra causa, era la de millones de colombianos que en todo el mundo lograban congregar a multitud de ciudadanos libres alrededor del rechazo a un grupo que en pleno siglo XXI mantiene secuestradas en la oscuridad a más de 750 personas.
Muchos nombres se suman a los internacionalmente conocidos, como el de la ex candidata a la vicepresidencia de Colombia, Ingrid Betancourt, cuya liberación ha sido asumida como un reto personal por el Presidente de Francia Nicolás Sarkozy.


Integran la lista de secuestrados profesionistas, empresarios, trabajadores y políticos; mujeres, hombres, niñas y niños nacidas en cautiverio; todos ellos hermanos, hijos, madres, padres o esposos amados y esperados con fervor en sus respectivos hogares.


Mientras se llevaba a cabo el evento, que en Madrid congregó a más de dos mil personas, Manuel Calderón –que en su país trabajó para el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, me explicaba que la organización mundial de la marcha tuvo que sortear muchos contratiempos.


–Casi todos los partidos políticos colombianos buscaron condenar o adjudicarse la paternidad del movimiento, que en realidad surgió y se organizó a través de internet–, me explicó.


Quizá sea ésta una de las razones por las que este tipo de expresiones no se encuentran arraigadas con firmeza en todos los países de Latinoamérica.


Es extremadamente difícil pensar en una manifestación que no tenga tras de sí a un partido político. La gran mayoría de los ciudadanos, principalmente los más jóvenes, a pesar de votarlo no militan en uno, por lo que optan por no participar, a pesar de tener una posición clara sobre un problema en particular.


En Europa la situación es diferente. La que se denomina como participación política no convencional –que incluye, entre otras, a las manifestaciones públicas pacíficas– es tan importante como la convencional, cuya máxima expresión es el ejercicio del derecho al voto.


En España, por ejemplo, según cifras del Centro de Investigaciones Sociológicas –organismo del Estado español responsable de realizar encuestas y otros tipos de estudios de opinión–, los menores de 35 años tienden a elegir la protesta como principal medio de participación política y sólo el 7% ha asistido a una reunión política o a un mitin.


“El verdadero enemigo es la indiferencia”, decía a un periodista de CNN un emocionado joven colombiano que se había enterado del evento a través de internet.
Una frase del Coronel Luis Mendeta, secuestrado desde hace 9 años, otorgaba razón de ser a la marcha: "No es el dolor físico el que me detiene, ni las cadenas en mi cuello lo que me atormenta, sino la agonía mental, la maldad del malo y la indiferencia del bueno".


No pude evitarlo. Mi casi enfermiza obsesión por trasladar todo al terreno de México, me llevó inevitablemente a las dantescas imágenes, ya cotidianas en nuestro país, de aquellos que caen bajo el fuego de los “cuernos de chivo” que blanden los señores de la muerte del narcotráfico.


Me pregunto: ¿Nos estaremos acostumbrando?


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