martes, 2 de junio de 2009

Mala política y narco política: causa y efecto


Si se prueba como cierta la información proporcionada en los últimos días por la Procuraduría General de la República en el sentido de que una organización criminal, cuyo principal centro de operaciones es el estado de Michoacán, contaba –o cuenta– con una estrategia claramente definida para influir en el proceso electoral federal que se avecina y hacerse de posiciones políticas, el gobierno mexicano se estaría enfrentando a una amenaza cuyos riesgos potenciales son inmensos y deben ser tomados en cuenta por el bien de la Nación.

Atrás han quedado aquellos años en los que nuestras autoridades pensaban ingenuamente que los cárteles mexicanos eran una unión más de delincuentes comunes cuya única preocupación era traficar droga hacia los Estados Unidos, acumular dinero y eliminarse unos a otros. Aún recuerdo las palabras de un funcionario federal de hace no más de dos años, que pasmado declaraba que “sospechaban” que los narcotraficantes contaban con una “conciencia” política.

También se ve muy lejano el eterno pretexto gubernamental de que las múltiples ejecuciones sólo eran ajustes entre bandas rivales, lo que durante mucho tiempo permitió al gobierno caminar con comodidad entre los miles de cadáveres que el crimen organizado dejaba a su paso.

Esta doble concepción que, por un lado, subestimaba las capacidades y alcances de los grupos delictivos y, por el otro, consideraba que las guerras entre cárteles no afectaban a la población en general ni a las instituciones públicas, acabó por revertirse en contra del Estado mexicano, que no alcanzó a entender la verdadera fuerza de su adversario ni a ejercitar la necesaria autocrítica para reconocer sus propias debilidades.

Hoy está claro que las poderosas organizaciones delictivas cuentan con una estrategia mucho más refinada y que no son simples gatilleros queriendo conquistar territorios para realizar sus actividades.

No sólo porque se han especializado, tecnificado y diversificado –actualmente además del narcotráfico participan en las más diversas actividades lícitas e ilícitas, tales como el secuestro, la extorsión, el tráfico de personas; la trata de blancas, el robo de combustible a Pemex o el tradicional lavado de dinero–, sino porque es evidente que han entendido que la mejor manera de proteger su “nicho de mercado” es controlando el elemento más importante y crucial para el buen desempeño de su actividad: la protección de la autoridad.

Por utilizar un concepto empresarial, nos estaríamos enfrentando a lo que en las escuelas de negocios se conoce como integración “vertical” hacia atrás, que no es otra cosa que el proceso por el cual una organización decide hacerse con el control de uno de los insumos que requiere para producir el bien o servicio que ofrece al mercado. Justamente lo mismo que en la economía legal hace el empresario dedicado a producir quesos, cuando opta por comprar las vacas en lugar de comprar la leche.

No se trata, evidentemente, de una vocación por el servicio público o de un espíritu altruista, sino de una estrategia perfectamente bien pensada para poder adquirir mayor poder en el mercado de lo prohibido que, insisto, va mucho más allá del trasiego de estupefacientes. El control del poder político –o de una parte significativa del mismo– proporciona a aquella organización delictiva que lo posea una ventaja competitiva difícilmente superable por sus competidores.

Si bien se podría pensar que la culpa de esta situación la tienen precisamente los delincuentes, nada está más lejano de la realidad. Ellos cumplen con su cometido y misión de delinquir, mientras las autoridades no cumplen el propio de impedir que lo consigan.

Aunque sería el camino más fácil atribuir la culpa a los señores de la droga y a su gran capacidad corruptora, la verdad es que las mafias han encontrado en las debilidades del sistema político mexicano y de sus principales actores, los partidos políticos, una excelente oportunidad para incursionar y hacerse fuertes.

Y es que en nuestro país la participación política es mayoritariamente convencional. Los ciudadanos participamos en política primordialmente a través del ejercicio del voto o excepcionalmente –el 7% aproximadamente– mediante la militancia en algún partido político. No lo hacemos mediante lo que se conoce como participación política no convencional, que incluye –entre otras cosas– a las manifestaciones públicas, a la membresía en organizaciones de la sociedad civil o al apoyo de causas sociales concretas.

Dicho lo anterior es fácil intuir que los partidos políticos detentan el monopolio de la participación política de la sociedad mexicana. Si no es a través de ellos, es prácticamente imposible encontrar un camino efectivo para participar en las decisiones que nos afectan.

Los partidos políticos y los grupos que los controlan no han escatimado esfuerzos para mantener su posición de privilegio. Al interior de los institutos políticos se mira con sospecha a aquellos militantes que no caminan al son de sus dirigencias; al exterior, se tacha de subversivo cualquier movimiento social que no dependa de los partidos –recordemos las críticas que llovieron a la marcha contra la inseguridad de agosto de 2008–.

Así las cosas, como la gran mayoría de los monopolios, el de la participación política se ha vuelto cada vez menos eficiente para lograr su cometido –representatividad y gobernabilidad, por ejemplo– y ha provocado que los ciudadanos nos alejemos cada vez más de la política y perdamos gradualmente la credibilidad en nuestras instituciones.

No se trata de meras especulaciones. Basta con leer la recientemente difundida Encuesta Nacional sobre Cultura Política y Prácticas Ciudadanas 2008, según la cual sólo la mitad de los mexicanos cree que México vive en una democracia, el 60 por ciento tiene poco o nada de interés en la política y el 72% tiene poca o nada confianza en los partidos políticos.

Es en este escenario de desgaste institucional y rompimiento entre partidos y ciudadanía que el crimen organizado incursiona en la política mexicana.

En su afán de partidizarlo todo, los partidos políticos han debilitado el capital social y los mecanismos de participación ciudadana. Sin percatarse de que su vínculo real con la sociedad y no las pírricas victorias electorales era la mejor garantía para mantenerse en el poder de forma legal y legítima, hoy se encuentran solos intentando protegerse del abordaje de la narco política.

Ojalá y tengan suerte.
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