domingo, 13 de abril de 2008

La hora de los consensos: los Pactos de la Moncloa


Desde que llegué a Madrid hace seis meses, una de las preguntas que he intentado responder ha sido ¿Qué hicieron los españoles para pasar, primeramente, de ser una dictadura a una democracia y, posteriormente, de ser un país en vías de desarrollo a uno desarrollado?

Queda claro que son muchos los elementos que contribuyeron tanto a la transición pacífica de España hacia la democracia a partir de la muerte del General Francisco Franco, a finales de 1975, como al consecuente éxito que el sistema resultante ha tenido en materia económica, política y social en las últimas tres décadas.

Sin embargo, dentro de esa multiplicidad de factores históricos y coyunturales que confluyeron para construir la España actual, existe uno en particular que en mi opinión explica en gran medida a todos los demás: el consenso político.

El diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define al consenso como el “Acuerdo producido por consentimiento entre todos los miembros de un grupo o entre varios grupos”.

Con base en lo anterior, en un sistema democrático representativo podríamos definir al consenso político como “el acuerdo producido por consentimiento entre la gran mayoría de los representantes populares respecto de uno o varios temas que atañen a la comunidad”.

Así las cosas, durante la transición española el consenso fue, antes que un instrumento para lograr determinados fines, un objetivo en sí mismo, por lo que las diversas fuerzas políticas se comprometieron con él, antes que con las metas particulares que cada uno perseguía.

Existía en la España de la transición plena conciencia de que la mejor forma de alejarse del fantasma de la guerra civil era privilegiando el consenso político en los temas fundamentales.

Esto implicaba, la adopción de un enfoque posibilista – muy similar a aquella perspectiva mediante la cual se fundó la Unión Europea –, que consiste en centrarse en aquello sobre lo cual es posible o urgente trabajar y dejar de lado los temas que por su menor grado de trascendencia o por su alto contenido ideológico complicarían la toma de acuerdos.

Se asumía que el disenso y el consecuente debate eran deseables en la mayoría de las materias y que el propio sistema debía contener los mecanismos para garantizar la toma de decisiones cuando no fuera posible o deseable que todos los actores confluyeran en torno a un tema.

Es por ello que los asuntos sobre los cuales se buscó privilegiar el consenso fueron contados y muy limitados, dado que – además de ingenuo – pensar que todas las decisiones habrían de tomarse de esa manera hubiera atentado contra la pluralidad de ideas que requería la democracia que entonces se anhelaba.

El consenso político requirió, de cierta manera, aceptar que las diversas visiones sobre un mismo hecho habían fracasado con anterioridad. Fuera en conseguir los acuerdos necesarios para implementar su perspectiva particular o porque ésta, aún habiendo conseguido dichos acuerdos, no logró el cumplimiento de los objetivos planteados.

La búsqueda del consenso también implicaba la aceptación de que en política existen adversarios, no enemigos, así como la necesidad de abandonar la visión de vencedores y vencidos, por lo que cualquier acción tendiente al aniquilamiento de los “otros” pondría en grave riesgo la frágil estabilidad que en aquellos años se vivía.

Los españoles intentaron por todos los medios descartar la práctica histórica de resultados trágicos mediante la cual los “ganadores” de una elección imponían a los “perdedores” su propia visión mediante, por ejemplo, una nueva Constitución.

En los temas considerados de Estado, se renunció voluntariamente al poder que daba la mayoría y se buscó ante todo el consenso y la negociación.

Para lograrlo se requerían actores políticos con visión de Estado, que contaran con la capacidad de anteponer el diálogo y la reflexión, aun sabiendo que se contaba con el recurso ya sea de las armas, de las masas o de los votos en el parlamento.

Hombres como Adolfo Suárez, Presidente Gobierno a partir de 1976; Felipe González, líder del entonces opositor Partido Socialista Obrero Español (PSOE); o Santiago Carrillo, del Partido Comunista Español (PCE); fueron capaces de ceder en sus propias y quizá legítimas pretensiones a favor del consenso.

El PCE, por ejemplo, aceptó renunciar a su postura a favor de la restauración de la república y, por ende, a su histórica lucha contra la monarquía, para evitar la previsible reacción violenta de las fuerzas más conservadoras del antiguo régimen.

Gracias a los consensos, entre el 20 de noviembre de 1975 – fecha de la muerte Franco – y el 6 de diciembre de 1978 fue posible que las propias cortes franquistas aprobaran la Ley para la reforma política que, aprobada mediante referéndum ciudadano, las desapareció y condujo por el cauce legal el proceso de transición.

Esta ley permitió que en ese mismo periodo se celebraran las dos primeras elecciones generales democráticas, se aprobara una nueva Constitución – también por referéndum – y se pusieran las bases del desarrollo económico a través de los Pactos de la Moncloa.

Estos últimos, los de la Moncloa, firmados por todas las fuerzas políticas el 25 octubre de 1977, permitieron sentar las bases del desarrollo económico de España y hacer frente a una crisis económica que ponía en grave peligro a una democracia que apenas se gestaba.

Aunque estos pactos históricamente han sido vinculados a lo económico y social, así como al gran efecto estabilizador que tuvieron, los mismos contienen también un acuerdo jurídico y político, que aunque es menos conocido, no por ello es menos importante.

Actualmente, los españoles continúan anhelando aquello que denominan como el gran consenso nacional.

Durante la investidura de José Luis Rodríguez Zapatero la semana que recién concluyó, prácticamente todas las fuerzas políticas coincidieron en el hecho de recuperar el espíritu consensual de la transición de los setentas para hacer frente a los grandes retos que hoy enfrenta España: las autonomías, el terrorismo y la política sobre la Unión Europea.

Aunque personalmente, agregaría a estos tres el tema del agua – España es el país europeo que más resentirá los efectos del cambio climático y aún no se puede poner de acuerdo en cómo lo resolverá –, considero que su experiencia bien puede ser de utilidad para aquellos países en los que los temas trascendentales aun se abordan mediante la estricta aplicación de la fuerza de la mayoría, renunciando al diálogo político; o a través del uso de la fuerza, debilitando con ello las instituciones democráticas de representación.

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